El misterioso caso de Mathew Stewart

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Ha pasado menos de un año, bastante menos, quizá menos incluso del tiempo que me llevará escribir esta historia, si de una vez por todas, y arriesgándome a ser tachado por algunos, de fijo, como un hombre poco cabal y por otros, como alguien al borde de la más profunda de las demencias, si de una vez por todas, decía, me atrevo a contar lo que sucedió aquella noche. Porque, aunque por mil veces, sin éxito alguno, haya intentado convencerme de lo contrario por todos los medios que se me han ocurrido desde entonces, aunque, de alguna manera, los hilos que vinculan mi entendimiento a lo cotidiano hayan luchado por no ser cortados, aunque haya tratado de justificar lo que viví o experimentaron mis sentidos la madrugada que daba paso al primero de Febrero de este año, o quizás del pasado –lamento no poder asegurarlo pero desde entonces mi mente lejos de ocuparse de asuntos como contabilizar el tiempo ha estado perdida entre bibliotecas, libros, y escritos antiguos tratando, sin esperanza alguna, de encontrar muchas de las respuestas a preguntas que incluso, a día de hoy, me sigo haciendo–, lo cierto y verdad es que lo único que puedo asegurarles y por medio de esta carta, ya que sería incapaz de contarle lo que a continuación expondré a ningún conocido ni desconocido por miedo a ser tratado de hombre desquiciado o sumido en los males que a la razón causa los que al alcohol ceden su voluntad –voluntad que desde aquel día fui regalándole poco a poco al whisky, bien por miedo, por incertidumbre, o por buscar la esperanza de poder contar alguna vez lo ocurrido sin más trascendencia que las que, noche tras noche, tienen las anécdotas de un beodo–, lo único que puedo asegurarles es que ocurrió realmente, lo que les contaré fue tan real como que a diario, en el albor de la mañana, el sol nace por el Este.

Disculparé, no obstante, a todo lector que dude, niegue, o considere estos papeles dignos de ser tirados, quemados, u olvidados, pues lo que en ellos leerá será, del todo, incluso para la mente mas propensa a los sucesos que se escapan a lo cotidiano e incluso para mí, inverosímil. No justificaré más lo ocurrido y describiré de inmediato lo que sucedió. Aconteció así:

Habiendo anochecido hacía escasos minutos y habiendo descargado en la nueva casa, donde pensábamos vivir mi mujer –con la que había contraído matrimonio hacía unas semanas– y yo, la última de las maletas, estaba, tras largas horas de trabajo y transporte, en disposición de visitar las habitaciones a fin de establecer la utilidad de las mismas y cuál de ellas sería, pues era por aquellos tiempos escritor de cierto nombre, mi despacho de trabajo. Después de estar más de media hora por mi reloj visitando habitaciones, no había recorrido la tercera parte de las dependencias, pues era una casa antigua, situada a las afueras de la ciudad, de dos plantas y varios pasillos unidos formando rectángulos a los cuales daban las habitaciones personales, sin contar la cocina, salones, el jardín, varias salas orientadas a diversos usos, y un pequeño ático, de aspecto sombrío y singular, al final de la escalera principal que subía desde el segundo piso. Tras ese tiempo y fatigado por el viaje y la mudanza que efectué sin ayuda ya que mi mujer se encontraba en su ciudad natal –Toulouse– arreglando ciertos papeles en relación a su futuro trabajo en esta zona y que le llevarían, a lo mínimo, cuatro o cinco días más, me dispuse a descansar un rato en el sofá antes de instalarme definitivamente en el cuarto de matrimonio, cuarto que, junto con la sala de estar y la cocina, habían sido decorados y arreglados por mi mujer un mes antes de la mudanza. Estando en el sofá, y apenas habiendo sido capaz de consumir por completo un cigarrillo que encendí nada mas sentarme, quedé placidamente dormido.

No podría decir cuánto tiempo estuve dormido, ni recordar si llegué realmente a descansar algo, lo que sí recuerdo es que mi primera impresión tras despertar era la de sentir un frío súbito que me erizaba los pelos y me hizo castañear los dientes durante algunos segundos. Pronto recordé que en mi visita por la casa había abierto las ventanas con el fin de que entrara el aroma del jardín en el interior y se fuera poco a poco el rancio olor a casa vieja. Con ayuda de una lámpara de aceite, fui cerrando las ventanas una a una y sintiendo como el frío descendía, posteriormente, encendí un cálido fuego y conecté los contactos de la electricidad que había mandado instalar expresamente siguiendo el modelo patentado por Westinghouse, pues donde había vivido los últimos tres años empezaba a ser común este tipo de instalaciones y me había acostumbrado a ello. Cuando volvía hacia el fuego con la intención de templar mi cuerpo, me sobrevino a modo de relámpago el recuerdo de un sonido poco común que había escuchado mientras cerraba las ventanas, un sonido poco común en una casa habitada por un sólo hombre. El sonido era agudo, semejante al del gemido leve de un animal, mientras cerraba las ventanas no le di importancia, supuse que el ruido provenía de fuera de la casa pero era imposible, el sonido había sido claro, sin interferencias, con la suficiente nitidez para situarlo dentro, era evidente que fuera lo que fuese lo que había escuchado, estaba bajo el mismo techo que yo. Lejos de asustarme, mi primera reacción fue de cólera, pues habíamos contratado los servicios de una empresa que debía haberse encargado de limpiar la casa, así como capturar o echar fuera, cualquier posible animal que, en los años en que ésta había estado deshabitada, hubiera podido instalarse.

Sea como fuere, no había vuelto a oír aquel sonido, así que tomé la decisión de expulsar el animal a la mañana siguiente y decidí dormir esa noche junto al fuego, que estaba recién encendido, dado que la noche prometía ser fría.

Apenas me hube acercado de nuevo al sofá cuando volvió a sonar el agudo gemido, esta vez con un titubeo poco propio de las especies animales a las que estaba yo familiarizado. El sonido provenía del segundo piso, no cabía la menor duda. En primer lugar pensé en el viejo ático, de seguro, los trabajadores lo habían olvidado o bien no tenían la llave que abriera la puerta. Volví a hacer uso de la lámpara de aceite y subí de dos en dos los escalones hasta encontrarme en el segundo piso. Mientras subía, el sonido, intermitentemente, se repetía a la vez que se hacía más audible, más nítido a la vez que irreconocible. ¿Qué clase de sonido era aquel, qué animal producía ese lamento entrecortado? Subí los últimos escalones que me separaban de la puerta del ático, golpeé la puerta con la intención de provocar a aquel animal –fuese lo que fuese–, quería que ladrase, maullase, rugiera, bramase, quería reconocer qué era, quería saber a qué me enfrentaba… pero no hubo respuesta.

No podía ser, cualquier animal hubiera reaccionado, cualquier animal hubiera respondido a mi llamada, el sonido era leve y entrecortado, como un titubeante gemido disparejo, si me hubieran preguntado en ese instante hubiera asegurado que el animal, por los rasgos del sonido, se trataba de una cría y que posiblemente estuviera asustado. Pero el sonido cesó, cuanto más fuerte llamaba menos oía al animal, lo único que escuchaba era el eco de mis golpes y mi respiración, mezcla de agitación y de interés, sin duda alguna, lo que allí dentro hubiese, estaba asustado.

Pasaron varios minutos sin sonido alguno, así que tras comprobar que la puerta se encontraba bien cerrada, decidí dejar mi inspección para la mañana siguiente. Mientras bajaba por la escalera, recuperé la reflexión anterior: –el animal se ha asustado– me dije mientras bajaba un escalón, después dos, y después tr… –me detuve–. Esconderse y callarse cuando se experimenta el miedo es un comportamiento, de todas: ¡Humano!

Me embriagó dicha idea, y bajé lentamente los escalones restantes hasta colocarme en el segundo piso por completo, esperé varios minutos más, nada. Quise encontrar la manera perfecta de volver a escuchar dicho sonido, pero el cansancio y el nerviosismo propio de la situación me bloqueaban la cabeza y la razón. ¿Qué sentido podía tener la presencia de otra persona en la casa?

Traté a la desesperada de entablar conversación....


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