El sueño de Verónica

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Era una tarde de fuego en el cielo, el naranja del atardecer se fundía con las nubes creando formas de llamas celestiales. Abajo, la ciudad era un vaivén de caminantes anónimos, una enredadera de pasos y miradas, una red podrida de nostalgia y urbanismo. Corrían tiempos de hambruna, de soledad, de supervivencia en una ciudad albergue de delincuentes y personas huidas de la ley, una ciudad cobijo de alcohólicos, mujeres de baja reputación, y, desde hace unos meses, el lugar a donde mis pasos habían llevado un cuerpo estéril de razón: un fardel angosto y agotado lleno de recuerdos perturbadores.
Así me vi, avanzando entre los cuerpos sin nombre, esquivando los hombros de nadie, atravesando los laberintos humanos de una ciudad conquistada por el tedio, así me fui desplazando como una pieza más de este puzle demoníaco dejando atrás un nombre, un nombre que sólo pensarlo retorcía mi cuerpo, dejando atrás el nombre del mismo diablo: Verónica.
Así llegué esa tarde a la posada del viejo Gilliam, con los pies empapados de aguantar la explosión de la fuerte lluvia al contacto con el suelo, así llegué, sumergido en mi vieja capa marrón cuya capucha tapaba mi rostro y dejaba a la vista de los curiosos el reflejo de las luces en mis pupilas: dos sombras azabaches refulgentes en la noche.
Abrí la puerta con fuerza. Las bisagras gimieron. Di un paso. El olor a tabaco, alcohol rancio y fulanas me maltrató el olfato. No hice gesto alguno, sólo avance hacia el fondo buscando alguna mesa libre mientras echaba una ojeada al lugar. Las mismas caras, el mismo olor nauseabundo que ayer y seguramente fuese el mismo olor que aquí yacía desde que se inauguró la posada hace más de veinte años si el cartel de la entrada no mentía. Avancé sin prisas, ¿Qué importancia tenía el tiempo en este lugar? Localicé una mesa cerca de una de las esquinas de la taberna, parecía no estar demasiado sucia así que caminé hacia ella esquivando las botellas rotas y algunos charcos de alcohol derramado. Nadie se había molestado en mirarme desde que entré, entre aquellas cuatro paredes yo sólo era un fantasma anónimo sin historia, me senté. Mi primera impresión no pudo ser menos acertada, la mesa parecía una letrina, sin duda, no se limpiaba desde hacía semanas, el hedor era hiriente, un manto de mugre cubría aquella mesa a modo de tapete. Levanté la cabeza buscando al mesonero, no lo encontré, sin embargo, mis curiosos ojos pudieron observar de nuevo aquel horroroso lugar, recordé un nombre, su nombre: Verónica. Sentí escalofríos.

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