El Cordero

Os adelantamos un fragmento del tercer relato del libro, espero que os guste:


El Cordero (o La Dama y el Huérfano)

“A pesar de la intensa lluvia que aquel doce de diciembre golpeaba los cristales de las ventanas de mi despacho, como era habitual en mí por aquellos entonces, me dispuse a realizar mi paseo vespertino. Para ello, me preparé a conciencia. Escogí unos zapatos recién limpios que había usado hasta la fecha en una sola ocasión, pantalón y camisa a juego, me coloqué la gabardina de los días de lluvia y tras decidir qué paraguas sería el más adecuado que no desentonara con el sombrero Borsalino de color marrón oscuro por el que acaba de optar, la puerta se me antojaba como el primer peldaño de una escalera hacia la siniestra batalla que afuera batían la calle y el cielo, como si uno de los dos esperara que el otro se rindiera súbitamente. Abrí la puerta decido a ser espectador y juez de aquel desenlace.

Di un paso hacia la acera, abrí mi paraguas, y mi presencia no pasó inadvertida, nada más dar el siguiente paso, el cielo me mostró sus intenciones recibiéndome con un sobrecogedor relámpago y un trueno que le siguió, casi simultáneamente. El suelo vibró con una fuerza y una magnitud sonora que describirlo con palabras sería en vano por quedarse pequeñas o carentes de exactitud. Aquel recibimiento sin duda me sobrecogió a pesar de ser un hombre acostumbrado a la meteorología de la ciudad y no ser una persona capaz de asustarse fácilmente. Una vez recuperé el aliento, y tras esperar a que el corazón volviera a su pulso normal, me aventuré por aquel paisaje tan familiar como espantoso en el que se había convertido la calle en la que llevaba viviendo los últimos veinte años. La lluvia no cesaba, de hecho, parecía aumentar a cada paso, las gotas, más vívidas que nunca, parecían gritar al contacto con todo aquello que se interponía en su decidido camino hacia el suelo. Los árboles de la avenida, numerosos y frondosos, se agitaban estremecidos. Me paré un instante a contemplar su balanceo, sus formas, sus ramas, sus hojas plegándose ante tal bombardeo vítreo, rindiéndose a su suerte. Suerte, que, en cierta medida, fuese cual fuese, sería también la mía.

Seguí caminando, la ruta de costumbre: cruzar la iglesia, bajar a la plaza por la calle del mercado. Era la ruta de siempre, de eso no cabía duda, sin embargo, tenía la expulsa sensación de no haber pasado nunca antes por esta alfombra de ladrillos, la calle parecía un desierto de sombras anónimas  y anegadas. Los edificios, permeables, crujían bruscamente con cada trueno, como si tratasen de comunicarse entre ellos, incluso, juraría, que al detenerme por unos segundos junto a la vieja biblioteca del Sr. Godard, tuve la inadmisible sensación de que ansiasen decirme algo. Detente, silbó el viento por entre sus enmohecidos ladrillos quebrados por el tiempo. Tras lograr desechar esa idea, por absurda y motivada, de fijo, por lo espantoso de la escena en la que me hallaba, alcancé reunir el valor y las fuerzas para seguir adelante, un paso, dos pasos...

-Detente Dirac…


El viento voló de costado a costado acariciando mi nuca como un murmullo de hielo, mis piernas respondieron con palabras de piedra: Una columna pálida y maltrecha en medio de una tormenta de cristales. Esta vez no había dudas, la voz era tan nítida que parecía poder beberse, la lluvia no cesaba, la rigidez de mi cuerpo se disolvió súbitamente como causa de las descargas que, convulsivamente, mi corazón expulsaba sobrecogido. Mis pasos se agigantaron y la velocidad de mis pies era impropia de los hombres cabales. Al cabo de unos minutos, evidencié que llevaba tiempo marchando sin dirección, sin rumbo decretado, y casi sin conciencia. Mi cuerpo gritaba corre y mi mente decía…

            -Detente Dirac.

            Por tercera vez la calle hablaba, y en esta ocasión la voz parecía más cercana, más próxima. Vinieran de donde vinieran esas voces, no cabía duda alguna que estaban alcanzándome. Entonces corrí como un hombre que ha perdido el juicio por completo. Corrí calle abajo, atravesé la plaza de los sastres, dejé tras mis pasos la calle de las tabernas, el prostíbulo, bajé en dirección Norte hacia el Arco de los enamorados[1], mis pasos se hacían cada vez más pesados. Fue entonces cuando advertí que hacía minutos que había perdido el paraguas en algún lugar desde que salí de casa y mi sombrero, estaría ahora, flotando en cualquier sucio charco del acerado como un barco en una noche de marea: un navío fantasma navegando a la deriva. Y así me vi, como un viejo y torpe marinero calado de agua hasta los huesos, caminado a la deriva, sin rumbo, sin dirección aparente, un títere marmóreo a merced de los elementos, del terror y del sin sentido. Si algo gobernaba aquella tarde, que por minutos maduraba en noche, era la falta de sentido. Pero las respuestas, como una novia a la que se le espera impaciente en el altar, llegaron por fin, y vestidas de blanco. El agua manaba del cielo como jamás un ser humano había narrado antes, las gotas caían sobre mi gabardina como proyectiles de otro mundo, sólidas, rompían sobre mi cabeza y hombros produciendo un clamor agudo de cristales fracturados. Mis oídos no sangraban de milagro. Y allí, decía, estaba la respuesta vestida de blanco. Una sombra ocultada tras una túnica alba, se acercaba lentamente. Horrorizado y a la vez hipnotizado por la curiosidad, miré a mí alrededor: la calle se había convertido en un océano desierto. Sentí el agua por encima de los tobillos, sin embargo, aquella sombra alba se acercaba templada como sí, pese a estar compartiendo territorio y tiempo conmigo, viviera en una atmosfera disímil. El espanto que sentí fue nauseabundo, podía notar mis órganos descomponerse dentro de mi revestimiento de piel y huesos. Por unos instantes sentí ganas de llorar o de gritar, y los más cabal hubiera sido hacerlo, pero no lo hice. Esperé como el que espera una misiva y ésta no tardó en llegar. Aquel espectro llegó a la altura de mis pies, saqué el coraje de mirarle a los ojos y una lanza atravesó mis pupilas. Delante de mí, el rostro de una mujer de belleza inaudita, sus largos cabellos rubios, como alas de un fénix, deslizándose por detrás de las orejas, sus labios sonrosados y perfectos, su rostro templado, sus mejillas, finas y sanguíneas, brillaban con la claridad de los recién nacidos. No podía entender nada de lo que estaba ocurriendo. ¿Quién era esa mujer vestida de blanco? No hubo tiempo para reflexiones, ella hablo:


[1] Arc des amoureux en el texto original

   Si te ha gustado y quieres saber como sigue, no dudes en conseguir un ejemplar cuando esté en la calle. Más noticias próximamente.

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